LA ÚLTIMA LLUVIA
Manuel Ríos Ruiz, “Un poeta andaluz: Morales Lomas” (sobre La última lluvia), Diario Jerez, 18 de enero de 2010.
Manuel Ríos Ruiz, “Un poeta andaluz: Morales Lomas” (sobre La última lluvia), Diario Jerez, 18 de enero de 2010.
AYER releímos varias veces este poema: “¿Qué hay en el fondo de las cosas?/ Lejos del polvo que se acumula/ sobre ellas como una rémora,/ del olor que desprenden o de la imagen/ que proyectan en su silencio./ Las cosas nos contienen/ como pesados fardos y nos envuelven,/ acaso como mundos vaporosos/ que se pierden en su interior./ Nos dejamos llevar por ellas/ y sabemos sentirnos frágiles/ en su cálido lecho./ De su sombra lo sabemos casi todo/ y nuestra mayor condena/ son sus labios animosos”.
Este poema que acabamos de releer y transcribir nos parece sumamente original en su concepción y desarrollo discursivo. Es un poema solidario con cuanto nos rodea, esas cosas que está ahí para que nos acompañen la existencia, incluso para que nos definan como seres al tenernos. El poema lo ha escrito Francisco Morales Lomas y pertenece a su último poemario, titulado “La última lluvia” (Ediciones Carena, Barcelona, 2009).
Francisco Morales Lomas, malagueño, es autor de una extensa obra poética, narrativa y ensayística. Su dedicación a las letras la comparte con su labor docente como catedrático . En la nota editorial se nos dicta que pertenece a la Generación de la Transición, significada por un humanismo solidario, a una corriente lírica que aspira a impregnarse de la senda del romanticismo cívico. Y la lectura de “La última lluvia” nos ha convencido de tamaños presupuestos creativos.
Si en su primera parte,”Ensenadas”, se glosa las ascuas del mar, la segunda, “Destino”, se abre con un poema “Diccionario humano”, pálpito de amor, que consideramos clave en el conjunto de la obra. Leamos sus últimos versos: “Cada vez más dentro del tacto, más dentro del árbol que arde y grita./ Ser entonces la vivienda, su oscuridad que avienta y la corriente excita./ Un suspiro, una cadencia que doblega las piernas y el placer grita,/ grita de nuevo en los jardines de la estancia, en la juventud que nos mira,/ esa juventud de tus manos dulces, tus sábanas blancas de carne ahíta./ Y entonces, el silencio, el silencio que nos ata, como su cirio, a la vida”.
Francisco Morales Lomas es asimismo un poeta enamorado de su Sur. Y le dedica cinco espléndidos poemas: “El sur con las ventanas abiertas”, “El sur a media tarde en el crepúsculo”, “El sur donde resbala el agua limpia”, “Si digo mi canto, una mano grande” y “El sur con sus pobres y su alegría”. Poema este último que se nos antoja el certificado del legítimo andaluz: “El sur con sus pobres y su alegría./ Lleno de toreros que cantan muerte/ y fanfarrias en las ferias del pueblo./ Con las guitarras que callan al gallo/ de la madrugada y su disimulo/ de procesiones que huelen a saeta./ El canto como grito que seduce/ a los sentidos y a la mandolina./ Siempre en la taracea de murallas/ y en su olor a cera de la acera./ Entre la añoranza de lo que fue/ y los farolillos de las paredes/ encaladas con olor a geranios,/ La elegía del vencido y la gloria/ de la sangre en el albero del sol”.
Siempre náufragos en el misterio.
Barcos con pabellones hundidos
en el fondo del mar a la espera.
Espectros a la deriva y solos
con la noche y su sepultura.
Frutos de un oasis que germina
en el agua y enreda en el viento.
La barca nos espera en la calma,
en el remanso de los jardines
con su noche y su nieve oscura.
Sólo era un hombre ante el ruido del mundo.
Mujer que acoge el brillo de los tiros.
Y luego el vacío que va creciendo
entre la arena como pasionaria.
El mundo estaba en calma y la casa
en silencio. Llegó la noche y Dios
no estaba para pulsar el laúd
de su música. Sólo el hombre en sombra.
Supimos ser perfectos con la muerte,
darle alas a la oscuridad y al aire.
Mujeres invisibles y hombres muertos.
Se despedía el mundo y su tumulto.
Sin la piedad que moldea el silbido
del odio. Y la tierra siendo piedra.
Sin cuerdas guitarras. Seres de manos
grandes para empuñar la suciedad
de los acordes y su desaliento.
El mundo estaba en calma y la casa
en silencio, pero el hombre movió
las estrellas y el jardín con palomas
fue el vacilante búho de la noche.
*Los versos en cursiva son un préstamo
del poeta norteamericano Wallace Stevens.
Siempre hubo ese ocaso que nos unía
como una caricia que deja perfil
humano. Declinación con su sombra.
Un ocaso con muros de palabras
que se enredan a la consistencia
de la noche. Con bergantes y odaliscas.
Pequeñas traiciones de luminarias
y esa luna con su recuerdo de misterio
a palabras mojadas. Apenas oscuridad.
O acaso el viento con su tumulto.
Ahora que el vivir se nos hace lento
y nadie nos espera para entrar en la rada
con su vocación de siesta,
sacrifico mi empeño de claridades
y te recuerdo al borde de un vuelo,
como el primer día que nos revelamos.
Digo ojos y se ilumina
la palabra que asciende
al cielo y, fúlgida, enciende
la antorcha de luz divina.
Claro arcano que camina
por las escalas del cielo
y despojada del velo
del mundo, en desconcierto,
alienta en el dulce huerto
la esperanza del vuelo.
A Pablo García Baena
El sur con sus ventanas abiertas
y la majestad de la roca y sus jardines.
Se va nutriendo del desasosiego de las estrellas,
de ese violín que enciende la cosecha
con las frutas de verano.
Nace de las acequias y las blancas fachadas
y va mirando al hombre hacia adentro,
hacia la respiración y los sobresaltos.
Viene de los temblores de las terrazas
y los jardines, de los balates con maizales
y el olivo que acecha la tarde.
Su belleza es fruto de las arenas del mar
y de la luz que se hace frontera y guía.
¡Oh color de ruinas y relucientes huertos!
Están las aves cargadas de luminarias
y en el cielo sus trinos de audacia se llenan.
Canta el desorden caminos y las lluvias
con sus versos encabalgados.
Cantan las begonias y los lirios
evocando el viento y su agua.
Y el sosiego se llena de claveles
y páramos con adorno de lagartos.
Lugares apartados, donde el vértigo
no es noticia, lugares para nutrirnos
de estrellas y respirar como las corrientes.
Con las heridas que deja la guitarra
cuando no sueña, con las heridas abiertas
como crónicas de una infamia.
Y el río en el centro abriendo el mundo
con su lluvia de resplandores.
Alguien es capaz entonces de hablarle
a la belleza con los ojos limpios
y dispersarse entre los blancos caseríos
haciendo náufrago al corazón y su elegía.
El Sur a media tarde en el crepúsculo
de las iglesias que huelen a azahar,
con vidrieras que destilan
el color del incendio que perece.
Cada vez más olor que chispea
y entona la sinfonía del viento.
Con sus piedras que van tomando
el color de la muerte y la sangre,
y sus mendigos estirados
con la última ola que se agita.
Cantos que ahuecan su oscuridad
y tejen en la orilla sus espumas.
Cereales con su tea de azafrán
y las eras como círculos que cierran
el sonido de la parva.
Campos que hacen la historia amarilla
y repiten su eterna canción de verano.
Y la angostura del aire con su precipicio
de luz encendiendo como una lámpara
terrestre el cuerpo de los acantilados,
el agrio recinto de la piedra.
Y la verdura de las acequias con su karma
y el agua que ronda los campos
y los hace crecer como emblemas.
Dejadme que os cante como Eliot
la tierra baldía en la hora de las vanidades.
En la hora que el marino llega de madrugada
con su copo abierto al mundo.
En la hora del náufrago que destila
su postrer lamento en La Herradura.
La hora propicia para romper en el espejo
lo trivial y las macetas con sus geranios.
Y yo siendo como él un Tiresias
que contempla ciego la creación:
El Sur que crece con su Támesis
de agua y aceite, con su cántaro
de brasas en la campiña que se estira.
Tierra que acoge el nombre de la nieve
y el impulso del fuego,
el estampido del trueno y el grito de las gaviotas.
Donde la primavera mancha el aire
de una esperanza sagrada
y el hombre crece como una espada
llena de raíces y canto,
como un puñado de música que salta
a borbotones en las fuentes.
El Sur, donde resbala el agua limpia,
engaña a la muerte con sus fuentes abiertas,
anuncia con sus trompetas la clara
aurora, un candil de olores que se desfallece.
Cerca del remanso, del ramo verde
que la madrugada ilumina azul.
A él vuelven los días con su campanas
que marcan las horas, y esta imagen
que pasea conmigo como vieja rapsodia.
Atrás quedó la piedra, en el lago
que en círculos concéntricos ahora regresa
para curar los males de hastío y el horizonte.
Siempre volvemos a aquel agosto
donde el sol brilla con blancas banderas.
Al regazo lechoso de caminos
y a la ardiente piel de plácido ardor.
Entregados al sueño de lo quieto.
Si digo mi canto, una mano grande
conduce el olor de la jara al viento,
a la serenidad de un cielo cárdeno.
Llegaba de las aguas de las fuentes,
de lo inmenso de la patria dormida,
del sonido de las norias ligeras.
Como el sentimiento de un hombre
que vuelve a casa,
el mundo imaginado en la tormenta.
Preso de la fruta que amarilleó el verano,
inmóvil en la crujía de fronda,
como arañando lo dulce del fuego,
en medio del crepitar de las ascuas
y de los mayores que hablan de la tormenta.
La significación de la captura
y su niebla que densa nos abraza.
Abierta marea que esconde el pétalo
de la alegría y su frondoso encuentro.
Aquí estoy, en el Sur, con la música que dúctil
me conduce por las palabras y su misterio,
abriendo puertas al cielo y su celada.
En una torre erigido, con alas
grandes que me lleven a la certeza
de la aurora y su cristal de reliquias.
El sur con sus pobres y su alegría.
Lleno de toreros que cantan muerte
y fanfarrias en las ferias de pueblo.
Con las guitarras que callan al gallo
de la madrugada y su disimulo
de procesiones que huelen a saeta.
El canto como grito que seduce
a los sentidos y a la mandolina.
Siempre en la taracea de murallas
y en su olor a cera de la acera.
Entre la añoranza de lo que fue
y los farolillos de las paredes
encaladas con olor a geranios.
La elegía del vencido y la gloria
de la sangre en el albero de sol.