Ed. Rondas
Una inspiración elegante, luminosa, argumentada que responde con personalísimos atisbos de originalidad al impacto de la ciudad. Un poemario con una fuerte carga conceptual que se manifiesta en un lenguaje cuidado, minucioso mas desobediente.
Aquí el poema no es sólo lo que reside en el mismo texto sino las ideas que anida y con las que se carga el poema. De ahí la extrañada importancia que adquiere la disposición diegética. Los paréntesis son protagonistas de un recorrido que sin perder esencia va buscando las claves del hecho cotidiano.
Este segundo poemario es una óptica radical donde la contradicción logra espléndidos resultados. Subraya el poeta un apuntalamiento ético que asigna promesa y realización históricas:
Me he rajado todo el corazón
en busca de la piedra que aniquile
el último escalón de vidamuerte…
Pertenece al poema “Suicidio”. Del texto “Suculento camino” también entresacamos:
Sobran los versos
para la Eternidad
del solo, del número, de la plusvalía.
Para hacer el camino
sobran guerras, espantos, ladrillos.
Paralelamente atendería a los aportes de Claude Le Bigot [1].
El poemario, con todo, se vuelve hacia el interior, y ese gesto transforma la composición en un recuento sensible que no en una disposición vociferante. Si, la poesía de la experiencia -por citar, una tendencia todavía en activo y relevante dentro de nuestro panorama poético de inmediato- propuso la abolición de la modernidad, solicitando un lenguaje comprensible, rechazando el aspecto circunstancial de las vanguardias así como de la experimentación, en el caso de Morales Lomas, la modernidad y la experimentación son precisamente sus dos mejores bazas, aunque comparte ese reclamo de realismo sustancial, esa experiencia socialmente armonizada para liberar el discurso poético de todo artificio. Puede percibirse con toda nitidez en el poema “Sabrás todo”:
He de contar, facsímil,
el tremoleo de la rata
en la alcantarilla.
Hacia abajo,
en la espeleología
de la razón humana.
Conviene recordar que, por otro lado, F. Morales Lomas cursó sus estudios de Filología Hispánica en la Universidad de Granada y que se impregnó del mismo ambiente que entonces se respiraba. En cierta medida, por afinidad pero por cercanía, no estuvo ni alejado ni reacio a las tesis de “la nueva sentimentalidad”, compartiendo aulas, materias, lecturas y profesores tan cruciales en esta materia como Juan Carlos Rodríguez. Sólo el hecho de haberse trasladado a Barcelona refuerza el camino de la experimentación particular. En este poemario se manejan extremos: la experiencia cotidiana pero también el existencialismo onírico, el imperativo cultista y la propuesta contemporánea de la intimidad que ha de conocer variaciones discursivas. Son entonces unas sucesivas puestas en escena de juegos de contrarios, espejos, reflejos, guiños vanguardistas.
Transversalmente emergen una serie de diálogos e interrogantes que el poeta dispone a lo largo de todo el libro porque está declarando que el elemento azaroso no sólo es prescindible sino ajeno a la propia invención literaria. Morales Lomas, en esta segunda entrega, ya plantea la necesidad de reivindicar la memoria, la pertinencia de acudir a la historia para enriquecer en conciencia al mismo poema.
La escuadra del Odio habitó
en maridaje perfecto
con el hombre concreto,
desprendió la cal de sus venas
hacia el suelo cual vertebrado opaco,
asiento de lo putrefacto.
Y la voz se hizo eco
mugido
de profundas resonancias…
Se quebró la luz
de su cuerpo
proyectando en la pared del edificio
un tierno cordón de Muerte.
El Odio se aventuró una vez más.
Explotó, sancionó, arrojó
mil haces en plurales direcciones
siempre con la misma intensidad y sinestesia.
El hombre, que ya había perdido
el sigilo de lo cotidiano,
se abrazó al día besando
con eros cada minuto justificado.
Haces felinos enfilaron
la línea horizontal
siendo ya deshecho de luz.
Al llegar de nuevo el rayo todo ha sido inútil.
Cuando Juan‑calle se convierte en un mundo
de hombres adocenados,
dejo pasar la última sonrisa entre sus dedos
que se escapan de entendimiento amoroso.
Cuando Juan‑calle se tiñe el pelo de noche
y espera que el cartón con los últimos
rayos de la sensibilidad le apriete la yugular.
Cuando atado al pasaporte de nuestra
existencia retrato la opacidad hacia el futuro,
como fustigado amante.
Cuando me abanico el escozor del cerebro
con un peine de plomo entreabriéndome
a la sílfide ocasión de la nada.
Entonces.
Cuando tantos cuandos se busquen
en el tiempo para grabar mi historia,
romperé al hombre en cien amapolas.
Cuando mis venas respiren la gasolina
de la noche como el que come santos
de esperanza.
Cuando se sienta el camino
entre mi cemento plateado.
Cuando sea un futuro
que no me coma en la derrota del farol de turno…
Cuando la vida sea la boquilla encendida…
Cuando me encuentres dormido.
Cuando…
Cuando, ah la vida…
Justo entonces podremos mirar sin asombro
a un niño que juega.
Ha rugido tantas veces,
Madre,
Brotada desde el asfalto,
Nuestros pañales
Eran crin de terciopelo,
Los lagos de sangre…
Y tú inquirías la epidermis
De la Muerte, como el que cuenta
Érase una vez…
Ha bramado la Epidemia En los libros, púberes
De tanta violencia
Cuando se arrastraban
Durante horas y horas
Llevando por compañero al silencio…
La Epidemia lo ha seguido,
Una y otra vez,
Rozando ladrillos y leucocitos,
La abrazaba dulcemente
Llamándole amor.
Ha increpado a guardias
De blanco,
Anunciados (todos) del mismo color,
Con niños breves en sus brazos,
Igualmente viejos.
El aire ha mugido denso y opaco:
Sílabas tónicas,
Rabias,
Terremotos,
Percances,
Odios,
Límites,
Verbos…
Y ha gritado a los óbitos,
Con los brazos cosidos
De niños débiles y cenicientos.
La sangre ha vuelto a brotar
Del asfalto,
Limando la geología
Y los valles, como un volcán
De pájaros…
Todo ha sucumbido todo
Incluso las ratas se han devorado
Unas a otras,
Otras a unas,
Y han sido carne de sangre,
Carne de Alborada.