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AZALEA

Málaga: Canente, 1991.

RODRÍGUEZ LÓPEZ-VÁZQUEZ, Alfredo (1987): “A propósito de Azalea de Francisco Morales”, en Canente, núm. 11, Málaga, pp. 138-140.

Apuntaba Luis Cernuda, hablando de Pierre Reverdy, la percepción en toda poesía, de una , que, como el espléndido poeta había sabido ver, no siempre acompaña al quehacer literario. Algo similar podría decirse de este libro, hermoso, difícil, arduo en ocasiones no carente de cierta brusquedad, que firma Francisco Morales Lomas. Me explicaré.

Cuando alguien acepta emprender la búsqueda de una vía de expresión literaria, ese alguien acepta, al mismo tiempo, el riesgo de la tentación. Una vez adquirida la destreza en el oficio, o, cuando menos, cierta entidad estética, sobreviene una primera tentación: la perduración del oficio, el anquilosamiento de estilo. Unos poetas, en ocasiones tentados por la buena –o mala- acogida crítica, se instalan en una forma adquirida, en un estilo reconocido; otros buscan, ante todo, continuar su camino, aunque sea éste difícil, teniendo su meta puesta en que la poesía no es un sino un pleno ser en sí, una comunicación con el fondo escondido, aterrador a veces, del alma del peota y de los escondrijos de su mundo y su lengua. En la trayectoria poética de Morales Lomas hay un libro juvenil, ardoroso y en gran medida, romántico, escrito y presentado bajo la advocación de César Vallejo. La huella del genial peruano es ahí inequívoca, y tutela la andadura de Morales Lomas. En Basura del corazón (Barcelona, Rondas, 1985) se apuntan inmersiones en un espacio que ya se adivina como personal y anclado en lo cotidiano: cierto expresionismo violento no desentona de los temas que elige su autor, aún obsesionado por acentos vallejianos en el lenguaje, tutelado aún su verso por intuiciones ajenas; a medio camino aún entre al forma explorada por otros y el temor a ahondar en su propia experencia, no decimos vital, sino exacta y hondamente estética.

Azalea es ya un libro personal, y al teimpo que nos descubre a un poeta que realmente empieza a serlo en este libro, nos enseña no pocas cosas sobre la dificultad y el riesgo de hacerse poeta. Por un lado el poemario aparece como un sistema articulado de manera muy coherente: un poema independiente, “Flor de Azalea” a manera de primer espacio lírico, según el epígrafe “Parábola del navegante”. Curiosa elección: “parábola”, que nos sitúa en un mundo simbólico (o, como querría mejor Kostas Axelos, simbológico), el agua. El lector entra en el poema recibiendo una admirable dentellada: “En este día que es noche/cargada de leones, alguien/ha embarcado en la mar de púrpura”.

Más allá de la hermosura de la expresión, innegable, se nos ofrece una introducción a la muerte, residencia última de la vivencia poética. Un acierto, consciente o no, es el paso de ese presente inicial a un oscuro pasado marcadao por el imperfecto transformado en pasado simple para sugierir el sacrificio de la parábola: “Soñó/buques negros y parvos hombres…y el barco, herido en sus entrañas,/ se desarboló”. La proyección metafórica de esto culmina en la palabra y en su evocación: flor de azalea. Que según el epígrafe del libro, extracto del Diccionario de la RAE, es “arbolito ericáceo, originario del Cáucaso, de hermosas flores reunidas en corimbo… divididas en cinco lóbulos desiguales que contienen una sustancia venenosa”.

Estamos en el territorio de la belleza y la muerte, esencia misma de lo que sentimos como poesía. Los dos epígrafes siguientes, Niflheim, Muspelheim y Variaciones sobre un tema del Génesis son de difícil lectura, como lo es siempre la poesía de corte alegórico. No es evidente que en ellas el peota haya acertado con la elección del tono: conceptos como “eternales golondrinas”, “polvo quebradizo” (…) parecen proceder de la etapa anterior del peota, más preocupada por constreñir las palabras a su pasión conceptual o existencial que a buscar la expresión de esas pasiones indagando al mismo tiempo en el sustrato lingüístico del idioma y el ritmo de los versos. La impresión que tiene el lector –al menos el lector que intenta integrar su sensación personal en la propuesta poética del autor- es que hay un exceso de discurso par exponer algo que requería más intensidad y, tal vez, más fulgor. Quizá no sea tarea del crítico apuntar posibilidades alternativas, pero en algunos casos nos resulta inevitable hacerlo. Así, el poema que empieza “Cuando tu pezón de niebla” sitúa al lector en un putnto vital acuciante desde los primeros versos: “comprendo que la nave ahogue en silencio…”; a partir de ahí el lector tiene la impresión de que el poema se torna excesivamente literario, innecesariamente retórico: ¿por qué “el amor que el ubicuo anhela”, o “emerge y emponzoña los surcos del cuerpo”? ¿No mejora el poema, y su ritmo, con “el amor que anhela” o con “brota y emponzoña su cuerpo”?

Sin duda el libro se perfila con mayor claridad y se ofrece de una manera más límpida en los poemas del apartado IV (no en vano escritos bajo la pluma de Fray Luis de León), como en el pasaje “hilvanando ternura y ocaso,/hilvanando labios y voces, halagos y anhelos” o el poema “Eternidad y barro” en donde encontramos al misma fluidez lírica que al comienzo del libro. Así la imagen “espada de besos que cabalga/ a lomos de la piel de un corazón sublime”, o, poco más adelante la inquietante sugerencia de “y algún pasillo de lujuria/ entre tus ojos”. El libro se eleva definitivamente en el “Tríptico del peregrino”, donde volvemos a sentir toda la emoción contenida que proporciona el espacio mítico en donde nos movemos (“con el mar llega el aliento que en los ojos/ se enajena”) y en donde acechan los miedos más intensos, expresados con clara percepción poética: “incluso en el quejido ahoga/ un alfanje de niebla”, o bien, “lvantas a horcajadas tu silencio/ para hacerlo/ quejido y llama y la ceniza te escucha en los ecos”.

Esta experiencia se resuelve de manera espléndida en el poema “Por el aire”, a mi entender el más logrado e intenso del libro, escrito en tono de irrealidad ensoñadora (A veces el viento penetra… quizá será que ha llovido… quizá todos los quizás no signifiquen nada… a ves es noche en mi habitación y llueve”) y en donde vemos reparecier imágenes de raigambre romántica y resolución formal expresionista (es decir: procedentes del fondo íntimo del propio poeta, según se ha visto por los poemarios anteriores) como “quizá será que todavía cuelgan/ de los tejados amaneceres rotos”, y una capacidad técnica ya reposada y asumida, que organiza toda esa experiencia sensual y metafísica en unos versos finales de elegante y esmerada sensibilidad: “Qué viento más raudo el que ha llegado esta noche/ qué viento, pequeña, me ha cogido por los hombros/ y ha perseguido mi sombra por el hall, qué viento”.

SELECCIÓN DE POEMAS

Con el mar llega aliento que en los ojos

se enajena y vibra cuando mesa los rutilantes

espacios terrales, incluso en el quejido ahoga

un alfanje de niebla y precipitado huye

en la marea. Huye porque ha vulnerado la virginidad

de plata y ha sido toro erecto en la Europa

de tu cuerpo. Huye con la precipitación que ofrece

el viento y el sigilo que arropa rumor del aire.

Con un estandarte de niebla en la frente ha buscado

nuevos rumbos y ha llorado la savia amarga

que el cuerpo acogiera.

Era alma cuando hacia Euménides extendió la arboladura

de su copla y siempre compungido y pesaroso

lo he seguido. Lo he seguido porque es Alma

la estela que deja su paso, porque en cada puerto

de niebla precipita esperanza, porque escarchea labores

en los confines que alcanza.

Ay mar, que desde el acantilado

del cuerpo te precipitas en la Mara,

mar de papel y viento donde cela el hálito

fugaz que nos embarga.

Cilicio y sólo cilicio el cubil de tu frente

y de ese paraje verde donde la sangre mora,

cilicio que inunda el valle y la montaña

cuando preso alza el vuelo hacia el infinito.

Si lanzas al viento tu llanto, escarcha y lluvia

la sombra que sobre la tierra se solaza

y pudre, como un venero de óbitos dispuestos

a engendrar la ceniza del dios que has sido.

Sí, anciano guerrillero de batallas perdidas,

con una mano aprehendes la tierra y con al otra

levantas a horcajadas tu silencio para hacerlo

quejido y llama y la ceniza te escucha en los ecos

que el vendaval difunde.

No has visto, harapiento anciano, que la aurora

cubrió de nubes su maculada frente y es lluvia

y barro lo que de su cetro baja.

No te das cuenta, infame engendro, que tu Dios

ha nevado sobre ti desde el origen y la sal

configura tu rostro enjuto e inane.

Tierra y hombre en eternal aflicción,

soledad unánime del que ha sido dios

y está inmerso en ruinas.

A veces el tiempo penetra por tu boca y el regazo

De las venas lo disuelve. Parece música y parece

Polen el sudor que emite y tus ojos se empañan

Del día porque ha sido aliento la nota aspirada.

Por ello, cuando el llanto bulle hacia el infinito

Y la solidez de su cuerpo salobre cae a tierra,

Te miro el rostro y algo se escapa.

Quizá será que ha llovido y el viento ha penetrado

En tu lecho con la aflicción del herido y el lamento

De lo fugaz, quizá será que todavía cuelgan

De los tejados amaneceres rotos y alguna cisterna

De lágrimas; quizá será que hoy es domingo y el gran

Dios ha descendido con su batuta de cristal.

Quizá todos los quizás no signifiquen nada

Y yo sólo sea un zafio impostor que ha roto

La botella de amor en algún rostro ingenuo e impróvido.

Todo puede ser, incluso tu rostro bañado de adiós

Y la silueta de sombra que despide en la aurora nocturna

El hombre que ha dejado tu lecho.

A veces es noche en mi habitación y llueve

Con lentitud en mi pecho y el alma se habita

De ti porque sabe que no te has ido y es el polen

De tu cuerpo quien le aprieta y condena.

Qué viento más raudo el que ha llegado esta noche,

Qué viento, pequeña, me ha cogido por los hombros

Y ha perseguido mi sombra por el hall, qué viento.