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CANDIOTA

Málaga: Ed. Sarriá, 2003.

PELÁEZ, Esperanza (2003): “La transición vista desde abajo” en El País Andalucía, 25 de junio, p. 10.

“Aunque no se haya derramado sobre ella tanta tinta como sobre la Guerra Civil, la transición española es una mina literaria en la que algunos autores empiezan a descubrir vetas prometedoras. Candiota, la propuesta del escritor jiennense afincado en Málaga, Francisco Morales Lomas, se asoma a esa etapa apasionante desde abajo; desde el prisma de personajes marginales que deambulan por las callejas menos nobles de una Granada que empieza a respirar tras la asfixia del franquismo.

Sin embargo, el viaje hacia la luz de la ciudad y de la sociedad es exactamente el inverso que el que recorre el protagonista, Roberto Tocino, un muchacho de origen rural que, como tantos en las décadas de los sesenta y los setenta, emigra con su familia a la capital, donde su padre ha conseguido un trabajo de portero en un antro nocturno.

Roberto, fascinado por embrujo de la noche, se convierte en reyezuelo de ese mundo aparte, poblado por prostitutas baratas y resabiadas, artistas fracasadas y empresarios broncos y pervertidos, dispuestos a saldar un quítame allá esas pajas a golpe de cuchillo.

Así, mientras España se abre a la libertad de expresión, al a tele y a la euforia democrática, Tocino culmina su particular odisea entre tinieblas. Contada con un lenguaje que mimetiza el habla de la calle, con toques de humor negro y sin abundar en el drama, Candiota viene a ser casi una actualización de la novela picaresca, además de una lectura amena y ágil.

Lomas, dos veces finalista del Premio Nacional de la Crítica, autor de poesía, crítico literario, ensayista filológico, autor teatral y profesor, afirma que el tono de desencanto que preside la novela es “casi inevitable, si se mira hacia la transición más de veinte años después”. “Esperábamos mucho, y al final hemos descubierto que aún somos deudores de los 40 años de franquismo en muchas de nuestras caídas actuales, como la corrupción o las tentaciones antidemocráticas”, explica. “En todo caso”, precisa, “no he pretendido novelar la transición, sino que he escogido esta época porque me daba un contrapunto perfecto para la caída personal del protagonista”.

La señora Julia nos conducía como Ariadna por un largo pasillo pintado en celeste con una cenefa marrón. En la parte superior de la pared había fotografías de su marido realizadas en Francia y Alemania, lugares donde había trabajado como emigrante hasta el año sesenta y seis en que se produjo el óbito. Siempre aparecía en las fotos muy bien vestido y sonriente, acompañado de amigos españoles y hermosas beldades nativas a quienes tildaba él como mujerucas pagadas para la ocasión de la foto. Al menos eso era lo que contaba Buenaventura a su querida Julia. La señora callaba y reía para sus adentros. Animal solitario, se había acostumbrado al aislamiento como el pez al agua y sabía desde pequeña que la jodienda no tiene enmienda y que homo homini lupus est. Desde luego que su marido se la pegaba con alguna normanda, como ella decía. Pero lejos de encolerizarse y crear una historia desventurada de cuernos y venganzas, cuando regresaba Buenaventura durante las vacaciones de Navidad y verano (no siempre) era tierna y afectuosa con él, colmándolo de carantoñas y abriéndose de piernas como es natural después de una larga abstinencia. Al cabo de un mes lo despedía en el tren, le soltaba algunas lagrimitas y hasta otros seis, siete o diez meses sin verlo. Por supuesto que nadie en el pueblo podía creer que Buenaventura, ni tantos emigrados como había, estaban durante meses de ejercicios espirituales carnales o tocándose la zambomba. Todos tenían sus amantes, colgadas, barraganas, querindongas o entretenidas, con las que despachaban la correspondencia de la libido y el poco tiempo libre que les quedaba después de unos turnos de más de doce horas que los dejaban exhaustos. Y es que el hambre era dura y habían marchado lejos de su tierra porque si te habitúas a no comer acabas convirtiéndote en un criminal. Y pocos querían echarse la trapera al cinto y tirarse al monte. Hacía ya tiempo que habían acabado los maquis y no era cuestión de seguir pegando tiros por aquellas sierras.

El general, aconsejado por algún despabilado de turno, se quitó el mochuelo del paro del medio y abrió la puerta para que los últimos pobres del imperio se ganaran unos cuartos en tierras de bárbaros. Pero no llegó a calcular seriamente el mal que se le venía encima: la destrucción de su propia obra. Los emigrantes eran hombres y mujeres que se iban analfabetos y volvían exigiendo derechos por escrito, y eso, a la larga, acaba con el gobernante más pintado. Los emigrantes aprendieron principios como el derecho al trabajo, la libertad de expresión o la igualdad. Los emigrantes fueron una cizaña que se metió el general en su laberinto sin darse cuenta de la trascendencia de un puñado de analfabetos. Pero un analfabeto con ganas de aprender es una bomba cultural de relojería retardada que más pronto que tarde explota y se organiza para exigir lo que nunca le han dado. También vendrían con nuevos hábitos sentimentales, mucho más liberadores, en una sociedad en que mirarle el tobillo a una mujer ya era atentar contra el sexto mandamiento. Así que Buenaventura llegaba felicísimo y también se marchaba felicísimo, porque como decía el Garbancero sabía que tenía olla caliente por donde fuera…