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ANIVERSARIO DE LA PALABRA

Jaén: Diputación Provincial de Jaén, 1998. Finalista del Premio Andalucía de la Crítica y del Premio Nacional de la Crítica.

GAHETE, Manuel (1999): “Memoria habitada” en Cuadernos del Sur de Diario Córdoba, 1 de julio 98, p. 11

“Francisco Morales Lomas rompe con el oscurantismo que envuelve la poesía jiennense, mostrándose una dimensión virtual que alumbra un poderoso universo lírico no exento de memorias cotidianas, pero trascendidas por la filosofía, por el análisis cuticular de los lenguajes literarios y las tradiciones que nunca mueren, porque significaría perder de vista las raíces que alimentan nuestra cultura. Si alguien piensa que referenciar la magia de los mitos, el fulgor de las rosas recién cortadas y sus ecos clásicos, la emoción reprimida del prisionero en los romances prerrenacentistas, los ubi sunt medievales de Jorge Manrique adulzado por la palabra andaluza de Juan Rulfo, la voz húmeda de los poetas barrocos y románticos (Francisco de Quevedo, “más poderoso que la muerte”; Bécquer, “En un ángulo oscuro”) y los prototipos psicológicos de sus más geniales creadores (don Juan, Mefistófeles) es una exhumación arqueológica de palabra y piedra muerta, ciertamente tendré que lamentar la carencia de ideas de quien ignora u olvida, incapaz de crear una nueva mitología porque la antigua luz no ha sido absorbida en los jóvenes labios sino abrasados por ella y en la conflagración definitivamente secos y estériles.

(…) Actualidad y nostalgia. Historia y periodismo. Ciencia y capricho estético se yuxtaponen y se complementan para mostrarnos un vigoroso aliento empapado de mitología y épica, con nombres propios (Zeus, Apolo, Narciso, Erebo, Virgilio, Caballo de Troya) y temas intemporales como la desolación, la añoranza, el amor y la muerte. Clasicismo y modernidad aparecen tachonados por reminiscencias ancestrales”.

ALGUNAS RESEÑAS SOBRE ANIVERSARIO DE LA PALABRA

Villena, Fernando de: La palabra de Morales Lomas, en Papel Literario de Diario de Málaga, 15 de noviembre de 1998, pág. 5.

Reyzábal, María Victoria. Aniversario de la palabra. La eternidad de los instantes, en Revista “Ñ” de literatura, arte y espectáculos, núm. 304, mayo 1999, pág. 14.

Costa Gómez, Antonio: Crítica sobre Aniversario de la palabra, en Estafeta Literaria, VII época, núm. 7-8, Madrid, 1999, pág. 63.

García Velasco, Antonio: Francisco Morales Lomas celebra la palabra, en Papel Literario de Diario de Málaga, 31 de enero de 1999, pág. 10.

Faílde, Domingo F.: La palabra poética de Francisco Morales Lomas, La Isla de Europa Sur, 13 de febrero de 1999, pág. 1.

González-Guerrero, Antonio: Experiencia y diferencia. Aniversario de la palabra de Francisco Morales Lomas, en Papel Literario de Diario de Málaga, 21 de marzo de 1999, pág. 5.

González-Guerrero, Antonio: Experiencia y diferencia. Aniversario de la palabra, en Letras y Artes de La Paz, Bolivia, 11 de abril de 1999, pág. 6.

García Pérez, José: Una impresión sobre… Aniversario de la palabra, en Papel Literario de Diario de Málaga, domingo 28 de junio de 1998, pág. 2.

García Pérez, José: El Copo: Aniversario de la palabra, en Diario de Málaga, 28 de junio de 1998, pág. 3.

SELECCIÓN DE POEMAS

Vagan por las heridas mustias calles de invierno

Como una procesión triste y antigua.

Las heridas tienen enormes avenidas

Y aceras amplias y semáforos que regulan la murria

Y encienden el verde de la ilusión pasajera

Y el ámbar de la indiferencia

Y el rojo de la desidia.

Nadie sabe quién ha sido el ingeniero

O el desdichado arquitecto que a la herida

Le ha edificado tan abultados monumentos

Ni cuáles son sus intenciones ocultas.

Nadie se explica por qué a una herida

Se le debe construir toda una ciudad,

Un parque o una casa de salud.

Nadie acierta a saber por qué

Se extiende tanto hacia los montes

Y alcanza los abismos innominados

Y te deja el corazón manando áloe y desconsuelo.

No hay causa aparente

Para la invasión de calles y plazas;

De árboles y barcos, sólo sé que poco a poco

Me están ahogando,

Y caigo en el abandono como un expósito

Ante los cascos de los arrabales.

Y ya me van creciendo las avenidas

En los pasillos de mi tenue alegría

Que va callando envuelta en la niebla.

Papá dijo que la ciudad nos esperaba henchida

tras los cercanos montes en bruma,

aquellos montes ahogados en las nieblas densas,

oscureciendo el lento caminar de un incierto futuro

y marcando con un arado de noche los límites de nuestras vidas.

La camioneta, cargada de muebles, lamía el manto

del asfalto y atravesaba desiertos poblados

donde el olor a soledad producía miedo.

En un hueco que los desvencijados muebles

me habían dejado, contemplaba el paisaje noctámbulo

que se iba perdiendo como Gretel

perdía sus granos en el bosque.

Al cabo de los años volvería a desandar el camino,

pero la tierra había escrito un romance anónimo

en su geografia:

lánguidos vientos del cierzo,

aquellas flores encendidas

de mayo, cenizas por sus corolas supuraban

igual que el eco en el mugir de las horas.

Llegamos a la ciudad, un cúmulo de pesar

que me fue arrancando poco a poco de la tierra,

el seno materno de mis días infantiles,

cuando la aurora no tenía límites

ni inviernos ni hojas derrotadas en el suelo.

Al cabo siempre es otoño en mí,

siempre una camioneta

que se va alejando en la bruma de la gran ciudad:

el raudo anochecer de todo lo que fue.

Ese hombre solo

que en los labios del día

mece la sonrisa de un sueño

cruza por calladas calles,

desiertas avenidas

que guardan la rabia

en el adobe de sus telares.

Sólo sabe sonreír,

extranjero errático

en ciudad de fábula y barro,

y ensuciar con cálidos orines

antiguas cenefas de catedrales.

Vaga por el lomo de la desolación

como un funámbulo

en el cielo del alambre

que en su cuello habita cada hora.

De las veleidades de la fortuna

es perito y consejero

de las heridas de las estrellas.

Algún día, cuando menos te lo esperes,

te fumará los sueños.

Sin querer somos samaritanos

de sueños despojos que el combate

ha ido construyendo a cada dentellada,

siempre pendientes de la mano

extendida que nos conduce al aposento.

Sabemos, porque nos lo han dicho,

que en cada mano luce el sol,

que cada silencio es un espacio

de luz que nos conmueve,

que cada mañana es el hoy encantado.

¡Sabemos tantas cosas,

somos tan sabios!.

Respondemos cuando se nos pregunta

y lavamos la cara de la soledad

con la melodía de las lágrimas.

¡Somos tan sabios!

Caminamos la larga jornada

con el primer beso de una madre

altiva que nos reconoce a cada instante.

Todo lo sabemos porque somos sabios.

Nada nos limita,

somos inmortales,

conducimos el espíritu por la derecha,

no bebemos de las aceras

que se estremecen,

ni fumamos en el alambique de lo etéreo.

¡Somos tan sabios!

Pero durante la noche

el espíritu aletea ausente

y el triste niño que somos llora

y el desconsuelo construye sus arcajes

y los venablos de la desolación

vomitan sobre la sabiduría conquistada.

Trapos tendidos al viento de poniente,

figuras humanas que bailan al son

de sus formas.

Cerca los cipreses ventean la eternidad

mientras agujas frías

vencen la calma, el lento

del cuarto movimiento.

Llega el claxon desde la monotonía

de lo cotidiano y un concierto de nubes

asume la huida hacia Al Mulhacem.

Tchaikovsky tiene la cadencia

de la nube y los trapos tendidos

al cierzo y el dulce runruneo d

e la tragedia líquida

que va traspasando uno a uno

todos los poros de Leonard Bernstein.

La música bien tañida,

la oscura nube,

el viento desolado,

los cipreses del amanecer,

dioses de lo cotidiano, todos

y cada uno en la bruma radiante de Tchaikowsky.

Edad luminosa cuando prendes el piélago

profundo en una bocanada de osadía y por el mar

tempestuoso del cuerpo vuelan y se desvanecen

los aleteos impúberes de mil saladas gaviotas.

La realidad y la noche se van juntas de la mano

por los tortuosos caminos que el horizonte construye

y la felicidad, engreída, bien puede caber en la comisura

de unos labios o en una botella de cristal.

Todos los nombres son entonces gigantes

palabras pletóricas rescatadas del vacío de la memoria,

aposentos de una mirada amplia y serena

que bucea en la realidad y la edifica

a cada paso como en el origen de los días.

Sois los dioses de la palabra certera

porque habéis recogido el mundo

en sonoridades nuevas que sólo marchitarán

cuando el tiempo, pertinaz compañero de viaje,

las deshoje en el otoño de los días.

Niño que me miras desde los ocho años,

castillo hierático,

vital consistencia de la materia,

hoy creo en ti y en tus exultantes labios

y en los dedos que señalan nuevas rutas

y en la voz deslumbrante

que a cada instante crea.

Hoy creo en ti,

palabra en movimiento, pausa,

imagen y sueño,

metáfora de lo que quiero ser.

Sólo en ti creo.

Esa hoja verde, que mece el rubor

de las horas y el viento decrépito

que la zozobra, te observa desde la distancia

y te ves envuelto, de pronto, en la lozanía

de su ávida presencia.

Su espacio en movimiento es la vida

que crece y se consume a cada paso

como tú cuando la miras.

Sólo ella eres tú

y tú en ella

como una unidad vencida.

Simula el descrédito de la heroína

que disuelta en la savia

quiere perderse y fundirse

y tú no vacilas en darle la mano

y caminar de su semilla

por el pálpito del abigarrado parque.

Siempre la buscas

en la desbandada de la noche

cuando sólo tú y ella sois unidad

en lo absoluto.

Coronan la ciudad morenas crines

que lamen rocas y aguas fecales,

que prestan sus bridas a los amaneceres

opacos y deshilachan las conciencias

y los deseos de eternidad.

Cuando la ciudad adquiere tintes

de boato y resurgimiento, toda la mañana

quiere sublimar la agonía de sus aceras,

el raudo paso de los caminantes

que, como aparejos tendidos al sol,

prestan alambiques de osadía

a la vida que llega.

Sentirse cosmos en la ruin espera del charol

de unos edificios que te observan

desde la cercanía e impregnan

tu cuerpo de la soledad compartida.

Hay hombres en las esquinas de sombra

solazados en la contemplación de lo huero

y huidizo, hombres tiernos que portan

en el ojal de su compostura

el bello belfo de la derrota

y niños lejanos que corretean

sus labios por estrechas callejuelas.

Tiene la ciudad el canoro rubor

de lo desconocido e intangible,

aquello que los sabios que en el mundo

han sido llaman «saudade».

Una biblioteca es un recinto sagrado

donde jóvenes inclinados desmenuzan el tiempo.

Todas ellas tienen una esperanza

y un anhelo grapados a las hojas de tantos

y tantos libros que las empapelan.

Me reconozco en las bibliotecas y en el alma

que las habita: cadencia de conocimiento

que vaga como halo sobre cabezas tronchadas.

Buceo en mesas, en amplios anaqueles,

en espíritus que se acomodan a las sillas,

siempre silenciosos, siempre serios

como caballeros antiguos, quijotes

en busca de dulcineas de celofán.

Son espacios que me pellizcan

y me obligan a olvidar

esa cansina araña ciempiés

que llaman paso del tiempo.

Definitivamente me quedo arropado

por sus letras y su monotonía

como un impedido que babea

con la mirada de sus torvas grafías.

Y todo se me torna vago sueño,

dulce sonrisa, guiños de letras negras

que me van atando a la vida

con su ruidoso murmullo de silencios,

ladrones oscuros, arrebatos de la voluntad.

Mamá siempre convivió con las palabras

De las cacerolas y el diálogo lento y prolongado

De la plancha deslizándose sobre la tabla.

La geografía de sus sentimientos andaba perdida

Por los castillos que las arañas construíanEn los rincones y en los devaneos de las hileras

De hormigas que habitaban los huequecitos

De los rodapiés.Mamá desnudaba sus más íntimos sentimientos

En la soledad de las cosas cuando cada mañana

Todos descendíamos los escalones de casa y nos

Alejábamos.

Era un encuentro prolongado con un cuarto a media luz

Que dictaban las olvidadas letras de un tiempo vivido

Que poco a poco se iba apagando en la llama fría del hogar.

Mamá atizaba el fuego igual que la luna atizaba las olas

Y esperaba que la polilla no corroyera los lazos

De la memoria, aquellos vestidos de antaño

Que con tanto amor guardaba en el armario.

Mamá siempre anduvo perdida en el ocaso

De la luz eléctrica y en los rancios olores a grasa.

Mamá siempre ha sido ese pez solitario

Que da saltos y zozobra en el mar de los muebles

Y no sabe muy bien si los hijos o el marido

Son prolongaciones de una pared desconchada

O musas que le obligan a estar viva.

Siempre mamá, en todos los objetos

Que me acompañan con el beso cálido del más allá.